El móvil vibra en mi bolsillo. Él y yo llevamos ya más de un año juntos, así que le trato con la pericia de un amante. Las yemas de mis dedos detectan que lo he cogido del revés, así que con un solo movimiento que he realizado miles de veces lo pellizco con dos dedos, lo giro 180º con elegancia, pulso el botón de su hombro izquierdo y deslizo el desbloqueo instintivamente. Apenas han pasado cuatro segundos cuando mi cerebro ya está evaluando las notificaciones pendientes, y clasificándolas en orden descendiente de importancia.
He aprendido a manejarlo como un puto ninja.
Ignoro el canal de Whatsapp dedicado exclusivamente a chistes sobre bebés muertos y el de mi familia directa, para leerlos después. Oh, mira, tengo un mensaje de mi amiga J. Siempre intento leer sus mensajes de inmediato, porque a veces necesita mi ayuda y si no estoy ahí para ella me acabo sintiendo fatal. Por suerte, lo que me ha enviado es una foto de su nuevo cuarto de baño, terminado tras una semana terrible de obras en casa.
Le respondo con uno de estos:
Obviamente no amo su nuevo retrete. Pero un iconito simpático es una respuesta apropiada en este nuevo léxico virtual que estamos desarrollando colectivamente. Establece que he leído el mensaje, que me alegro por ella, y de una forma sutil transmite que no estoy en una situación que me permita iniciar una conversación.
Levanto la mirada. La familia charla animadamente alrededor de dos mesas que el dueño del bar ha arrimado en el pequeño reservado al que solemos venir a comer cuando alguien cumple años. Mi mujer, Cristina, a mi izquierda, busca en Pinterest imágenes de inspiración para enseñarle a su prima, que se casa en verano y que, frente a ella, le pide consejo profesional para la decoración del evento.
Como había calculado, mi suegra está empezando a lanzar miradas a nuestro extremo de la mesa. Cinco segundos enviándole un "vaya, ha quedado precioso" a J, y el comentario de "haced el favor de guardar los móviles" hubiera sido inmediato. Dejo el móvil en un bolsillo del chaquetón donde no me molesta, y centro mi atención en mi sobrino, que está entusiasmado desde que ha descubierto que soy un adulto con el que puede hablar de Minecraft. En parte lo hago por entretenerle a él y en parte por satisfacer a mi suegra. Si varias personas miran sus teléfonos a la vez durante más de un minuto, se suele poner nerviosa, y sé que para Cristina es importante el tema de la boda de su prima.
Para cuando llegan los entrantes, también ella ha apartado el teléfono y trata de conversar con todo el mundo mientras la primera botella de vino va menguando. Otras personas consultan sus teléfonos cada cierto número de minutos, algunas veces de forma menos discreta que nosotros, pero al final tenemos una comida agradable y sin conflictos. Mi sobrino y yo hemos decidido entre risas qué hacer con su enorme mina de hierro, Cristina y su prima están emocionadas con un mogollón de ideas para la boda y alguien se ha enterado por Whatsapp de que una amiga acaba de dar a luz una niña sana sin complicaciones.
Esa misma noche, veo esto en Facebook.
Agh. Esta mierda otra vez.
Al final del vídeo de marras, el prota deja el móvil en casa antes de salir, para poder vivir una vida plena esa tarde y conocer a la chica de sus sueños, que es lo que siempre ocurre cuando dejas el móvil en casa. Y yo no puedo dejar de pensar que ojalá se vayas a hacer senderismo, se caiga a un barranco, se rompa una pierna y muera de sed pensando "“joder, ojalá tuviera aquí el móvil para subir una foto a instagram de esa ardilla tan mona, ah y quizá llamar al 112".
De pronto parece que todo el mundo se ha vuelto tecnófobo, y que la culpa de que salgas a tomar una cerveza con amigos y todo el mundo esté mirando constantemente el teléfono es del teléfono. Estos vídeos sobre cómo tener acceso a las redes sociales en el móvil nos está destruyendo como especie social, y reduciendo nuestras interacciones y haciendo que nos perdamos todos los atardeceres en la playa que por lo visto íbamos a ver a diario antes, son equivalentes a culpar a la revolución industrial y los coches de la obesidad infantil.
Bajo la sombra de esta nueva ola modernilla de rechazo a los efectos de las nuevas formas de comunicación, hay un simple hecho cuya luz no brilla lo suficiente; toda esta tecnología es genial y hace nuestra vida mucho mejor y si no estás de acuerdo te equivocas y si tus amigos no te hablan en el bar porque están chateando por Whatsapp deberías buscarte amigos nuevos. Un concepto tan sencillo como que tener un smartphone con Whatsapp y Facebook y Candy Crush y Wikipedia en el bolsillo es un privilegio, y que como cualquier privilegio te puede corromper, se está diluyendo de forma irónica en medio de un océano de imágenes posteadas en redes sociales con un filtro de baja saturación y frases como “no dejes que tu móvil sea el único que capte este momento” escritas en Helvética.
Yo no se la vuestra, pero mi vida se ha vuelto maravillosa y tremendamente fácil desde que mi móvil me permite consultar el tiempo que va a hacer, dónde demonios está la Tesorería de la Seguridad Social en mi ciudad, preguntarle a mi hermano que vive a 900 kilómetros si su hija está mejor del resfriado, hacer la compra mientras mi mujer comprueba si nos falta mostaza en el frigorífico en tiempo real o investigar cómo llamaban los romanos a los chinos.
Curiosamente la respuesta a eso último es “seres”.
De pronto parece que todo el mundo se ha vuelto tecnófobo, y que la culpa de que salgas a tomar una cerveza con amigos y todo el mundo esté mirando constantemente el teléfono es del teléfono
Y de algún misterioso modo eso no me impide jugar con mi hijo a diario, unas veces con juguetes físicos analógicos, otras con un piano interactivo en nuestra tablet, otras viendo Pocoyó en la tele del salón. Mágicamente también soy capaz de relacionarme con la gente a mi alrededor, y de hecho de una forma más eficiente, y de hecho de una forma más cercana con quienes viven lejos. Las aplicaciones de mensajería instantánea en el móvil han creado un nuevo espacio de comunicación asíncrona que tiene sus peculiaridades, como todos los espacios de comunicación asíncrona, pero mi particularidad favorita sobre ellas es que son acojonantes y ahora vivo más feliz porque no soy un imbécil que se deja absorber por su móvil en situaciones en las que es socialmente inapropiado dejarse absorber por el móvil.
Los que nacimos en mi generación y tuvimos los intereses tecnológicos que tuve yo tememos facilidad para darle a estas distracciones el sitio que deben tener en nuestra vida. Crecimos con módems ultralentos con los que navegar era más barato a partir de las 10 de la noche, y con la llegada del ADSL pasábamos tardes enteras en chats, juegos online o foros, totalmente enganchados al nuevo mundo de posibilidades que se abría ante nosotros. El resto de la gente no lo entendía y nos miraba mal. Mi padre dejó de hablarme y me echó de su vida porque no entendía que la mía era ahora así. Un año después, gracias a que mi vida era así, conocí a la que hoy es mi mujer.
Ahora, esos mismos chavales que con 25 años dejábamos nuestra adicción a toda esta apasionante revolución, vemos cómo las generaciones anteriores y posteriores, a las que de pronto les han puesto en las manos una forma socialmente aceptable de hacer exactamente lo mismo, sufren el mismo proceso, y tienen verdaderas dificultades para reconciliar este espacio comunicativo que tanta atención exige con el resto. Y vemos cómo se culpa a uno de los mejores putos inventos del ser humano de la estupidez del propio ser humano.
Me rebelo ante esa idea de que los móviles nos están idiotizando y voy más allá; me parece que todavía necesito mucha más tecnología a mi alrededor y que toda esa tecnología hará que mi vida sea alucinante y productiva y molona en plan ciencia ficción. Necesito una Inteligencia Artificial con la que hable más que con casi todo el resto de gente al cabo del día. Una que esté en mi casa, en mi oficina y en mi coche, y me avise por igual de las reuniones, los cumpleaños, el tráfico, las noticias que más me interesan y las ofertas de kebab del día. Quiero que me liste los capítulos nuevos de mis series favoritas en la pantalla del frigorífico mientras me hago el café, y quiero poder decirle que se los descargue y que no se olvide de activar la Roomba después de que todos nos hayamos ido de casa. Quiero que haga la compra ella sola, que me lleve la agenda, que tenga la voz de Scarlett Johansson y poder ponerle el nombre que yo quiera, y quiero que ese nombre sea Vicky, y si en 2015 no has pensado en la voz y el nombre que quieres ponerle a tu Inteligencia Artificial personal cuando la tengas te informo de que vas tarde.
Y quiero configurarla para que no se le ocurra molestarme mientras juego con mi hijo, ni mientras ceno con mi esposa, ni mientras charlo con mis amigos, ni mientras paseo por el parque. No es el teléfono el que impide que haga todo eso; soy yo el que ha aprendido a manejarlo como un puto ninja.