La ola de xenofobia enfocada hacia la comunidad musulmana está recorriendo toda Europa. Los movimientos de extrema derecha están haciendo gala del miedo al terrorismo para ocupar un hueco electoral que puede ser determinante en el tablero político.
Sin embargo, el Viejo Continente ya ha vivido una situación similar y que, con el paso del tiempo, ha terminado olvidando. Hablamos de la Guerra de los Balcanes, un conflicto étnico y religioso que dejó miles de muertos tras el desmembramiento de Yugoslavia y el auge de los nacionalismos exacerbados.
El país que más sufrió la purga fue, sin duda, Bosnia. Fue el que más asesinatos registró de todas las guerras en la región en los 90. Todo, con la complicidad de las potencias europeas, que miraron hacia otro lado mientras una parte de su continente se desangraba.
Pero... ¿cuál fue el motivo? Básicamente, el triunfo diplomático de la Serbia de Milosevic y la Croacia de Tudjman, que se dedicaron a contactar con todos los países con poder militar para extender la idea de que los bosnios estaban constituyendo una "plataforma para la penetración del islam en Europa". Una de sus consecuencias: el asedio a Sarajevo durante más de 1.300 días y el fusilamiento de 7.000 ciudadanos en Srebrenica. Otra de ellas: los campos de concentración de Mostar y la destrucción completa de la zona musulmana de la ciudad.
Serbia, que ya contaba con un pasado marcado por un componente ultraderechista y ultranacionalista, tenía experiencia. Los denominados 'chetniks', que masacraron a la población musulmana, con el ejemplo de Drina en 1942 y 1943, vincularon a la población con los antiguos invasores turcos y les tacharon de traidores de la fe cristiana y ortodoxa. Tito tampoco mostró especial afán en integrar a estas personas y, finalmente, terminaron siendo objeto de ridículo de los nacionalistas de fe cristiana, serbios o croatas. Un precedente de la limpieza étnica que se avecinaba y que cuenta con varios ejemplos a lo largo de la historia: las mofas contra los judíos en el período de entreguerras, los chascarrillos en la radio ruandesa contra los tutsis...
El estigma del musulmán crecía por momentos entre el resto de etnias. Nadie mencionaba las diversas visiones, la sunní, chií o wahabí (la única que mantiene una visión especialmente rigorista y radical de la religión). Todos eran enemigos de Europa, del cristianismo y debían desaparecer para construir "una sociedad mejor".
Los pequeños núcleos musulmanes en Serbia no vivieron al margen de esta situación. El escritor Mehmed-Mecha Selimovic, descendiente de familia musulmana, reivindicaba con dificultades su identidad en los años 70 en una de sus novelas, titulada 'El derviche y la muerte': "Hemos sido separados de los nuestros, pero aceptados por los demás: como un brazo que unas lluvias torrenciales han separado del río y que ya no tiene ni corriente ni desembocadura, demasiado pequeño para ser un lago, demasiado grande para que la tierra lo absorba. Con un sentimiento confuso de vergüenza debido a nuestro origen y de falta debido a nuestra conversión, no queremos mirar hacia atrás y no sabemos mirar hacia adelante".
Por otro lado, el ensayista bosnio Predrag Matvejec denunciaba en 2001 las duras consecuencias de estas políticas, precisamente, en el mes posterior a los atentados del 11-S: "Probablemente haya sido uno de los mayores errores cometidos por Europa y Estados Unidos en la última guerra de los Balcanes: no haber reconocido en Bosnia la existencia de uno de los islam más laicos del mundo. Y no haber logrado oponerlo como tal a las otras formas, más duras e intolerantes, de la religión musulmana, catalogadas bajo el denominador común de islamismo o fundamentalismo".
El peligro de generar bolsas de marginación y el precedente de Molenbeek-Saint-Jean
Lejos de las dramáticas consecuencias de aquel conflicto, es cierto que muchas regiones de Europa están viviendo procesos de radicalización de la comunidad musulmana. Las bolsas de marginación que representan barrios como Molenbeek-Saint-Jean en Bruselas han derivado en núcleos de radicalismo en los que se han cocinado ataques destinados a varios lugares de Europa. El genocidio bosnio, por cierto, contó con la infiltración de ciertos grupos muyahidin que finalmente no lograron la influencia deseada para desgracia de Milosevic o Tudjman. Otro precedente que deberíamos tener en cuenta.
Parte de la causa se constituye en los nacionalismos exacerbados que ahora florecen en España y nuestro entorno bajo la idea tradicional que afirma: "Mi país y mi religión son mejores que el resto, hay que evitar la invasión". Una afirmación que esconde todo un muro de exclusión que evita la integración de una comunidad que, sin duda, no va a desaparecer por arte de magia. Y hay peligro, ya que cuando se sitúan ciertos asuntos en el centro del debate, cuesta revertirlos.
En el último lustro, España, Irlanda y Portugal, precisamente los países en los que no había crecido una extrema derecha, han estado exentos de atentados (con la única excepción del 17-A en Barcelona).
Algunos barrios, como el madrileño Lavapiés, son un ejemplo muy positivo del éxito de la interculturalidad y la necesidad de incorporar a estas comunidades en el debate y conversación sobre asuntos nacionales.
Pero aún hay más. El sistema de asistencia al refugiado en España se basa, por mucho que pese, en programas de integración y no de subvenciones. El fondo del plan que rige en la Administración pasa por integrar a los solicitantes de asilo con la disposición de que se incorporen a nuestra sociedad. Por el contrario, la mayoría de países europeos apuestan por la subvención y la esperanza de que el recién llegado se marche lo antes posible. Y, con ello, muchas personas se encuentran "de paso" demasiado tiempo sin aprender el idioma local o las costumbre de esos países.
Los inmigrantes de segunda o tercera generación
En el mundo actual, los inmigrantes de segunda y tercera generación acostumbran a olvidar la identidad nacional de sus orígenes para abrazar su lugar de nacimiento. Francia, antes de la oleada de atentados, había sido un ejemplo en este sentido, caminando hacia la interculturalidad que fue finalmente saqueada con el auge de Le Pen y el campo de entrenamiento de terroristas formado en territorio sirio.
Un pequeño grupo de esta generación, que se siente europea y vivía bajos estos valores, ha abrazado los postulados radicales que les contaminan aprovechando una situación de exclusión y pobreza. Pero la mayoría cuenta con nacionalidad del Viejo Continente y, por tanto, forman parte de la identidad nacional: la ley no permite expulsar a un ciudadano europeo.
Este tipo de gestos tienen consecuencias. Volviendo al precedente bosnio, donde esta comunidad se estableció siglos atrás, las heridas del genocidio no están superadas. El país aún no ha conseguido crear una identidad nacional sólida y se reparte entre nacionalismos identitarios, cada uno de ellos, herederos de aquella guerra que desangró a toda una generación.
Muchos países con enorme poder económico están financiando la reconstrucción de mezquitas en las que se impone una visión radical. El estado no apoya lo suficiente y, nuevamente, se crean bolsas de un islam radical que antes era completamente marginal.
El error de no haber apoyado a las víctimas del genocidio se paga ahora, en cierta medida, en parte de Europa. Bosnia tiene la oportunidad de convertirse en un referente de la moderación, al igual que ya han conseguido algunas repúblicas del Cáucaso. Puede erigirse en el mejor espejo para las bolsas de inmigración de nuestro continente. Y puede convertirse en la esperanza de, por qué no, construir un mundo mejor.