Esta semana hemos presenciado un hito histórico y un duro palo para la siempre controvertida festividad del Toro de la Vega: la Junta de Castilla y León redactaba un decreto ley por el cual prohibía que el animal muriese lanceado en presencia de los espectadores asistentes. Un gran paso que, aunque deja la puerta entornada a que el encierro se siga realizando y el toro continúe siendo maltratado para divertimento de muchos, supone un rechazo de la Administración a este tipo de espectáculos: no se ha conseguido una prohibición tajante pero cuidado, la normativa ya no ve con buenos ojos que matéis a un animal en público.
Aunque el Toro de la Vega es uno de los grandes acontecimientos afectados, la nueva ordenanza de la Junta castellanoleonesa no se refería específicamente a este evento, sino que incluía todos las festividades de carácter popular, las fiestas de los pueblos, por entendernos. Corridas, encierros con vaquillas y demás saraos en los que cualquier tipo de animal pueda morir tendrán que modificar sus mecánicas. Y, como señalábamos antes, indirectamente las corridas de toros reciben una pequeña estocada con el espaldarazo de esta normativa al fallecimiento en público de animales. En el caso de la tauromaquia no es más que un gesto, pero un gesto muy significativo.
Quienes defienden este tipo de festividades suelen escudarse en la tradición y las costumbres históricas. "Son parte de nuestra cultura", dicen. Y razón no les falta. Por ejemplo, se cree que el Toro de la Vega se remonta al siglo XVI. Una costumbre medieval la de perseguir en manada a un toro indefenso para torturarlo y matarlo entre todos. Medieval, como las horcas en plazas públicas para castigar con pena de muerte a los delincuentes. Tiempos en los que se curaban las enfermedades con sanguijuelas y el Rey era tratado como un enviado de Dios en muchos países de Europa. Las corridas de toros, por su parte, señalan en el siglo XIII las primeras celebraciones documentadas.
En el lado contrario, los animalistas defienden la dignidad del toro y el resto de animales utilizados, torturados y, en los casos más extremos, asesinados en estos espectáculos. Estas corrientes, representadas por partidos como el PACMA, ponen al mismo nivel el respeto de los animales y el hombre y defienden que los humanos no somos los únicos que tenemos que tener derechos. Y, mucho menos, que estos derechos supongan pasar por encima de los de otros seres vivos. Nada descabellado, ¿o acaso se nos ocurriría en pleno 2016 poner a dos humanos luchadores en una plaza a someterse a un combate a muerte? En otro tiempo se podría haber defendido ese tipo de celebraciones argumentando tradición y costumbres de la misma manera.
No se espera que una persona que desarrolla una técnica llamada arte para matar y disfrutar de la muerte de un animal entienda y respete de la noche a la mañana que un toro pueda tener sufrimiento, dignidad y derechos. Nadie imagina que vayan a enrollarse al cuello la bandera animalista y a empatizar con un animal, que es un ente por debajo del hombre. No vamos a intentar convencer a nadie de las sensibilidades animalistas, pero hay algo que quizás no estaría de más pararse a pensar: ¿qué dice de una persona, de una cultura y de un país el hecho divertirse con el sufrimiento y escarnio público de un animal?
¿Qué dice de nosotros que nos genere emoción la tortura y muerte de un ser vivo? ¿Es que nadie se ve representado por uno de esos bárbaros de las gradas que vociferan y disfrutan de los combates de gladiadores en una película de romanos? ¿A nadie le avergüenza que los medios internacionales relacionen estos espectáculos de sangre con España mientras se llevan las manos a la cabeza? Y para colmo, ¿tenemos que meter en el saco de cultura y arte nacional a la tauromaquia? Los grandes escritores, pintores, cineastas, actores, escultores, fotógrafos, diseñadores, músicos, cantantes, bailarines y demás figuras artísticas de este país no merecen entrar en el mismo saco que una actividad cuya finalidad es matar a un animal en forma de espectáculo. Del mismo modo, los bailes, canciones y bellas costumbres de este país no necesitan de ningún animal para ser más españolas.
Si no vamos a empatizar con el sufrimiento del toro, si no vamos a reconocer la dignidad de los animales, al menos deberíamos pensar a qué altura nos deja a nosotros, como personas, divertirnos con el sufrimiento. Posiblemente la respuesta sea que el toro es un animal que vive muy bien hasta el último momento, o que si no fuera por este tipo de espectáculos sería una raza extinta, o que en la industria cárnica también se matan animales de forma cruel, o que deberíamos limitarnos a respetar en lugar de juzgar.
Algo cruel no se justifica con otra crueldad, una buena vida no justifica una muerte injusta. El hecho de que sea grande y fuerte no le hace menos sensible ni desmerecedor de la vida que, por ejemplo, el perro que te hace compañía en casa y al que nunca le someterías a una corrida. Sabemos que enfrentarse a las costumbres asentadas en lo más profundo de nuestro ser es algo difícil e incluso incómodo, pero es un ejercicio con el que se pueden descubrir muchas cosas. Si después de eso sigues pensando que el toro no tiene dignidad, quizás, aunque solo sea por un ejercicio de egoísmo, deberías pensar en que, al fin y al cabo, es el dolor y la tortura lo que te está haciendo disfrutar. Quizás, aunque solo sea por tu propia dignidad, te replantees entonces el tipo de cosas que hacen que te diviertas.