En Gran Bretaña y en 2017. Un juez ha decidido situarse del lado de la discriminación y prohibir a una mujer transgénero que vea a sus hijos. Lo peor de todo, es la justificación: al parecer, todos provienen de una comunidad de judíos ultraortodoxos y convivir con ella puede provocar que los niños sufran marginación. Es decir, el problema lo tiene la persona discriminada, no aquellos que han decidido apartarle por ser quien es.
El magistrado ha cuestionado si la presencia de una mujer trans podría vulnerar el derecho a la libertad religiosa
Según relata el diario El País, el juez solo permitirá que la madre les escriba cuatro cartas anuales a cada uno. El magistrado ha asegurado que la decisión llega "con gran dolor y sabiendo el sufrimiento que causará en la madre", pero quiere evitar "las consecuencias tan graves que puede acarrear para los niños la marginación de su comunidad".
Al parecer, el juez asegura en su auto de 41 páginas, que el caso planteaba el conflicto entre tres derechos: por un lado, el de los niños a disfrutar del contacto de sus progenitores; por otro, el de la madre a recibir un trato igual; y el tercero, que sin duda es el más polémico, el de los colectivos religiosos a vivir según sus creencias. Habría que cuestionarse aquí si en alguno momento la mujer impuso a alguien ser una persona trans.
La comunidad en la que toda la familia ha convivido hasta el momento, es especialmente cerrada. Se trata de los jaredíes, algo así como "aquellos que tiemblan ante la palabra de Dios". Todos ellos se comunican en un idioma propio, el yidis y no tienen acceso a internet ni a la televisión. Hasta hombres y mujeres cuentan con estrictos códigos de vestimenta que no pueden saltarse bajo ningún concepto.
El duro testimonio de la madre afectada
La vida de J. -tal y como se la ha identificado con el fin de no afectar a sus hijos-, no ha sido especialmente fácil. A los seis años comenzó a cuestionarse su sexualidad, lo que derivó en un largo proceso en el que se planteó terminar con su vida. En el año 2001 se vio obligada a casarse con una mujer por imposición de sus padres, algo muy común en las comunidades jaredíes. Su entonces esposa comenzó a atribuir lo que le sucedía a "una crisis de fe".
Hasta que J. no soportó más su situación y encontró un grupo de apoyo al colectivo LGTB. Allí consiguió ser consciente de su identidad y abandonar el entorno en el que había vivido, con el único conocimiento de su hijo de 12 años. Su esposa llegó a recluirse en su casa tres meses sin ser capaz de comprender lo que estaba pasando.
Cuando J. quiso volver a ver a sus hijos, nadie le facilitó las cosas. Se vio obligada a recurrir a la Justicia. Ahí fue cuando su esposa y el rabino de su comunidad comenzaron a "advertir" del peligro de que su presencia pudiera provocar la marginación de los menores, que incluso "podrían a llegar a ser víctimas de abusos".
Aunque el juez en un principio argumentó a favor de J, asegurando que su presencia podría permitir que los niños se abriesen a "un mundo más amplio", finalmente prevaleció el miedo a la discriminación, puesto que "nadie mejor que ella -J.- sabe cuán dolorosa es".