El 85% de los refugiados que entran a Europa lo hacen por Grecia y, desde el país heleno, continúan su viaje a través de sus fronteras. Cinco kilómetros separan la costa turca de la isla de Lesbos, una distancia casi insignificante para las personas que huyen de la guerra y sus consecuencias pero que para muchos es mortal. Este último tramo solo es el principio del verdadero viaje del refugiado: llegar a Europa hoy en día no es una garantía real.
Ser refugiado en 2016 es una moneda de cuatro caras, llegar o no llegar y quedarse en un campo a la espera de una reacción por parte de las autoridades o seguir el camino de un futuro incierto, si las fronteras lo permiten. La crisis más grande de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial ya no es mediática, aunque sigue siendo real.
Los países europeos desarrollan políticas de bloqueo contra los refugiados para aplazar una solución definitiva al desastre. Y es que el viejo continente se desmorona por momentos: amagos de fuga, escándalos políticos, las réplicas de los coletazos económicos sobre los países más pobres... Los problemas crecen en Europa.
El número de refugiados sin atención también lo hace, dejándonos fotos espeluznantes. Son las organizaciones no gubernamentales las que hacen todo lo posible por brindarles cualquier tipo de ayuda temporal, mientras que en Bruselas se debate si expulsar a Turquía los refugiados llegados a Grecia. Parece ser que Europa ya ha olvidado su pasado como emigrantes de dos guerras que arrasaron con el continente y que obligaron a muchos europeos a partir a países de paz en busca de un futuro mejor.
El estatus de refugiado en suelo europeo
Como si de un poema épico de tradición griega se tratara, los refugiados viajan hacinados en embarcaciones hinchables, guiados por el fatum de costa a costa. Emprenden su viaje desde Turquía, normalmente de noche, y llegan a la otra costa de madrugada o cuando despunta el amanecer. Cinco kilómetros en los que los protagonistas son el vaivén del mar y la más cerrada oscuridad. El miedo, la incertidumbre, el saber si aguantarán el peso, si no volcará la frágil balsa, si no morirán de hipotermia, si los más pequeños serán capaces de resistir el trayecto.
Los que llegan son recibidos por los equipos de salvación con austeras mantas térmicas y se calientan alrededor de hogueras mientras secan sus ropas mojadas por el oleaje y el desembarco. Los que no, son honrados en unos cementerios que improvisan los refugiados en memoria de sus compañeros de viaje. Abandonan en montones los chalecos salvavidas, tanto los que cumplieron su función como los que llegan solitarios a la orilla de la playa. Es su símbolo de ruptura, allí la guerra ya no puede alcanzarles. No tienen absolutamente nada, salvo la certeza de estar pisando suelo europeo mientras calculan el siguiente movimiento. Una gran responsabilidad recae sobre sus hombros, familias enteras viajan juntas dando palos de ciego.
Algunos deciden continuar a la desesperada, a pesar de estar cada día más exhaustos. Otros han perdido todo durante el camino, siguen hacia adelante sin saber a dónde van, quizá puedan coger el ferry que los acerque más a un futuro de luz. Los hay que ya han ondeado la bandera blanca y deambulan o se asientan en campamentos paralelos a los oficiales para no ser fichados y retenidos. Otros se rinden a permanecer de forma indefinida en un campo de refugiados, tratados como ganado y no como personas.