No es fácil debatir acerca de los límites de la libertad de expresión. El propio concepto, el derecho a expresar nuestras ideas, parece bastante amplio y encontrarle límites podría resultar contradictorio. De hecho, en parte, lo es. Pero incluso en una democracia idílica y utópica, en la que sus ciudadanos gozan de amplios derechos, también existen límites. Unos límites marcados por leyes, y esas mismas leyes son las que nos pueden dar pistas acerca de cuáles son los límites de la libertad de expresión.
Es un debate sin fecha de caducidad en el que todos tenemos voz y voto. Existen multitud de opiniones al respecto y no parece demasiado fácil ponerse de acuerdo. ¿Qué clase de «libertad» es aquella que tiene límites? ¿Cómo podemos hacer uso de nuestra propia libertad de expresión para censurar las ideas y los mensajes de nuestro contrario? ¿No es todo una gran contradicción?
La diferencia entre «libertad» y «libertinaje»
Antes de entrar en materia es importante saber diferenciar entre dos conceptos que se confunden constantemente, y cuya línea que los separa es tan delgada que resulta muy fácil pasar de uno a otro sin ser muy consciente de ello. La libertad no es lo mismo que el libertinaje, y la Real Academia Española define ambos conceptos de una manera clara y concisa.
Mientras que la libertad es «la facultad que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra», el libertinaje se define como el «desenfreno en las obras o en las palabras». Ese desenfreno conlleva, normalmente una abuso de la libertad, exprimir hasta la última gota un concepto que deja de ser virgen. El libertinaje agrede y viola los derechos de los demás y es aquí donde encontramos la clave para defender los límites de la libertad de expresión.
Vamos a repasar algunas circunstancias recientes que nos ayudarán a reflexionar sobre este asunto.
La libertad de expresión y los chistes sobre Carrero Blanco
El asesinato de Luis Carrero Blanco sobrecogió a la sociedad española de los años setenta. El presidente del gobierno de la dictadura franquista fue asesinado por ETA cuando el grupo terrorista hizo estallar una bomba mientras Carrero Blanco pasaba por una céntrica calle madrileña en coche. Un coche que salió por los aires y cayó en una azotea de un edificio próximo.
Cuarenta años después del asesinato, una tuitera, de nombre Cassandra, ha sido condenada a un año de cárcel por realizar numerosos chistes acerca del asesinato de Carrero Blanco en su cuenta de Twitter. La condena ha sido ampliamente cuestionada, tanto en medios de comunicación como en redes sociales, por considerarse desproporcionada y por "atentar" contra la libertad de expresión de Cassandra.
Pero, ¿hasta qué punto Cassandra tiene derecho a reírse públicamente de un atentado terrorista? ¿En qué momento deja de tener legitimidad para celebrar la muerte de una persona? El debate, que se trató durante semanas en los medios de comunicación, dejó dos grandes conclusiones, a pesar de continuar más vivo que nunca: por un lado, la Ley protege los derechos de los ciudadanos hasta que uno de ellos viola a otro. En este caso, el derecho de Cassandra a expresarse libremente hirió el honor y el respeto de las víctimas del terrorismo, por lo que fue condenada.
Por otro lado, algunos de los defensores de los límites de la libertad de expresión se tomaron "la justicia" por su mano, y generaron una campaña de acoso a través de las redes sociales contra Cassandra por su transexualidad. Un hecho que evidenció todavía más que nuestra libertad de expresión debería estar materializada en un círculo cerrado en el que cada persona puede moverse, pero sin salirse de él.
El autobús del odio
Desde el pasado mes de marzo, un autobús naranja y lleno de mensajes tránsfobos recorre media España y parte del mundo (hizo parada incluso en Nueva York) con la idea de fomentar el rechazo hacia las personas transexuales y, en concreto, hacia los niños transexuales. Una acción que ha escandalizado a medio país. El otro medio lo defiende amparándose en su libertad para expresar su posición acerca de la transexualidad.
El problema es que Hazte Oír, grupúsculo radical ultracatólico que está detrás del autobús, con su campaña no solo pone sobre la mesa su opinión incrédula e "inocente" (según ella) sobre los niños transexuales, también ayuda a generar un sentimiento de odio hacia el colectivo LGTBI, y eso es un delito. Porque la transfobia no es libertad de expresión, es un delito de odio.
El caso de Hazte Oír se puede comparar, en cierto modo, con el asalto de Rita Maestre (concejala del Ayuntamiento de Madrid, Podemos) a la capilla de la Universidad Complutense. En el año 2011, Rita y otras chicas entraron en la capilla en topless y gritando, según la sentencia, "ofensas religiosas". Un acto refrendado, según ellas, por su libertad de expresión.
Dejando a un lado los estereotipos a los que nos podrían conducir estas dos historias, bien es cierto que ambos colectivos (por un lado, los ultracatólicos; por el otro, los defensores de la libertad sexual) parecen enfrentados y que la forma escogida para defender sus ideas, en estos dos casos concretos, ha sido un ataque directo al lado contrario, lo que nos lleva a concluir que la libertad de expresión no puede ser tal si la de uno y la de otro chocan en algún punto, como sucede aquí.
El «chiste machista» de Dani Rovira
"Atención, hombres de España, no miréis las marquesinas en estos días. No vaya a ser que unas fotos de Intimissimi os tachen de machistas". Así rezaba el tuit de Dani Rovira que desató la polémica recientemente en las redes sociales. Un tuit, un chiste, según él, "mal entendido" que intentaba ironizar sobre la posible hipersensibilidad de algunos sectores del feminismo contemporáneo.
El actor y cómico se planteaba, más tarde y en una carta en forma de disculpa, la fina línea que separaba un acto cotidiano de ser machista. El mensaje de Dani ofendió gravemente a muchísimos feministas que consideraron que el mensaje estaba fuera de lugar al frivolizar acerca de la constante imagen sexualizada de las mujeres en los medios de comunicación y en la publicidad.
Lo curiosos de este caso es que sectores que anteriormente se habían posicionado al lado de Cassandra y habían defendido su derecho a hacer humor con el atentado del que fue víctima Carrero Blanco, ahora tachaban a Dani Rovira de machista y lo incitaban a rectificar de manera inmediata. Y, en definitiva, este tipo de circunstancias nos deberían de ayudar a plantearnos hasta qué punto estamos pecando de hipersensibles y, al mismo tiempo, de poco empáticos. Nos hieren multitud de actos ajenos, e inevitablemente reivindicamos nuestra propia libertad de expresión mientras censuramos la de los demás. En este sentido, cada uno de nosotros somos una gran contradicción.
¿Dónde están los verdaderos límites?
Las injurias y las calumnias, la apología de terrorismo o los actos que suponen una incitación al odio son solo algunos ejemplos de nuestros límites, aquellos que nos marca la Ley. Porque es tan sencillo como interiorizar que la libertad de uno termina donde comienza la del otro. Y mientras no violemos los derechos de los demás, entonces estaremos haciendo un uso responsable de nuestra libertad de expresión.
No obstante hay circunstancias que complican bastante el debate. Por ejemplo, ¿cómo podemos posicionarnos a favor o en contra del aborto sin pisar otros derechos? ¿Debe el derecho a manifestarnos en la calle quedar restringido si el motivo de la manifestación es una cuestión que agreda a otro colectivo? Son preguntas que, quizá, ni el mejor jurista pueda responder con contundencia.
En el debate también se agregan inevitablemente las polémicas surgidas a raíz de chistes y gags polémicos en ficción. Por ejemplo, un comentario irreverente acerca de una grave enfermedad en 'Los Simpsons' o un acto xenófobo en 'Aída'. Son situaciones que ofenden a numerosos colectivos, pero que, por regla general, no tienen consecuencias sociales ni judiciales por dos razones principalmente: por un lado, son gags desarrollados dentro de un contexto ficticio y cuyos personajes no existen; por el otro, dejan en evidencia a dichos personajes y son gags que se fabrican con la idea de que el espectador se eche las manos a la cabeza y reflexione sobre la inconveniencia que acaba de escuchar. Es decir, señala el desprecio, pero no hace apología de él.
Lo que está claro es que la libertad de expresión no es, en la práctica y quizá, por fortuna, tan amplia como algunos piensan. Sin ir más lejos, la ley antiterrorista le pone límites a la libertad de expresión, y ¿acaso no es necesaria?