En mi último artículo ya hablé de los egos y la idolatría de nuestros líderes políticos, lo que, en palabras del célebre García Márquez, nos anunciaba "la crónica de una muerte anunciada", en este caso, la de la investidura de Pedro Sánchez.
En estos días de zozobra y desazón política, el ciudadano español se pregunta para qué sirven los políticosy por qué la izquierda siempre se dispara en el pie antes de pactar. Reconozco que estas no son unas preguntas con fácil respuesta pero, en principio, podemos enumerar algunos de los motivos.
El abismo de la izquierda
Cuando las urnas se abren y los resultados obligan a pactar, el político español entra en crisis ante su inaudita incapacidad para negociar, ceder y llegar a acuerdos con otras fuerzas políticas; algo que podría entenderse -siendo excesivamente benévolos y generosos- si hablásemos de partidos que se encuentran en las antípodas ideológicas, pero carente de todo sentido si estos se sitúan en el mismo bloque ideológico, como es el caso del Partido Socialista Obrero Español y Unidas Podemos.
La derecha siempre pacta -miremos al sur de la península, donde incluso han conseguido aprobar los primeros presupuestos no socialistas en la historia democrática- porque es pragmática, lo que ayuda a no perderse en eternos debates ideológicos y discursivossino en hechos que, para bien o para mal, se vean plasmados en forma de políticas públicas aprobadas por el parlamento. Sin embargo, la izquierda siempre ha antepuesto el debate al pragmatismo, asomándose en demasiadas ocasiones a un abismo del que es difícil salir ileso. En esta ocasión se ha llegado más lejos, pues lo que menos preocupaba -si es que preocupaba a alguien- era el programa de gobierno, sino que lejos de eso, discutían por los sillones a repartir, los nombres de los ministerios y de los ministros, algo inédito cuando los partidos que negociaban aseguraron en campaña que su único objetivo -o al menos el principal- era parar a lo que han venido a llamar "el trifachito" -gobiernos formados o apoyados por Partido Popular, Ciudadanos y VOX-.
Sánchez, bien asesorado por Iván Redondo, tensó la cuerda hasta el extremo, consiguiendo que el mismísimo Pablo Iglesias se apeara del camino para "facilitar" un gobierno de izquierdas, no sin antes exigir vicepresidencia y ministerios a cambio de tan altísimo precio, algo que el socialista no aceptó. Entonces entraron en la absurda e insultante guerra de los nombres y competencias de los ministerios ofertados, llegando incluso a decir los de Podemos que el ministerio de Igualdad o Trabajo son menores y, para entendernos, no sirven para satisfacer las ansias de poder de los morados. Entretanto, la maquinaria monclovita se había puesto en marcha para fagocitar la alianza Unidas Podemos e Izquierda Unida, para lo que hicieron una suculenta oferta al líder del histórico partido izquierdista, Alberto Garzón, que llegó a lo más hondo de sus intereses.
Llegados a este punto, tan solo restaba esperar para ver consumado el desacuerdo de investidura, en el que Unidas Podemos se abstuvo e impidió, por segunda vez en pocos años, un gobierno de izquierdas, algo que sus votantes, hastiados hasta la extenuación, no perdonarán fácilmente. Atrás quedaron los discursos coléricos contra las derechas, a favor de los derechos sociales, la defensa de lo público y la justicia social, ahora, cuando de verdad estaba todo eso en juego, solo importaban los cargos y los nombres.
Sánchez se dejó llevar por la demoscopia, la misma que ahora asegura que los españoles culpan a PSOE y Unidas Podemos del bloqueo al que está sometido el país, mientras que Iglesias fió todo a su capacidad de persuasión y sus conocimientos políticos -campo en el que arrolla hasta el insulto al líder socialista-.
¿Y ahora, qué?
La izquierda, henchida de poder y borracha de liderazgos egocéntricos, ha perdido una oportunidad maravillosa para dejar atrás viejos discursos, superar diferencias y ponerse a trabajar por el proyecto de país en el que ellos, o al menos así lo dicen, creen. Ahora, con la verdad al desnudo, tendrán muy difícil hacer creer a sus votantes que primero están los intereses del país, después los del partido y, por último, los personales. El paciente votante español ya no quiere más palabras y promesas, ahora necesita hechos. Aunque ambos partidos lleguen a un acuerdo en el tiempo que resta hasta la convocatoria electoral, ya no serán capaces de paliar los daños colaterales de un proceso de negociación trufado de puñaladas, en el que unos y otros hacían públicos documentos privados y desplantes que recordaban a política vieja, que no a vieja política. La abstención subirá de forma desmedida si en noviembre tenemos que volver a la urnas, y el dedo acusador tan solo señalará a los dos líderes que pudieron dar ejemplo y tan solo sonrojaron: Sánchez e Iglesias.
Ahora, con las aguas calmadas, Partido Popular y Ciudadanos tendrían que anunciar su abstención en un hipotético segundo debate de investidura de Pedro Sánchez, lo que revestiría a azules y naranjas de partidos con sentido de Estado y, a la vez, desbancaría a Unidas Podemos de un debate en el que no estuvo a la altura, tal vez por bisoñez, tal vez por egolatría. Si el centro derecha sabe jugar las cartas que tiene en su poder, siendo conscientes de su extrema debilidad electoral, permitirían un gobierno socialista y ejercerían, como es normal y necesario, de control a Sánchez en el Parlamento. Esto es un sueño, porque los líderes están pensando en ellos y no en España, por eso, por una irresponsabilidad infinita y carísima, tendremos que ir, en noviembre o pocos meses después, a votar de nuevo. No seamos como ellos, aprendamos la lección, vayamos a votar, pero manifestemos nuestro hartazgo. En España, izquierda y derecha se olvida del votante cuando se habla de poder.