El drama de la II Guerra Mundial supuso un punto de inflexión para la etapa contemporánea. El conflicto que dejó 55 millones de muertos, según los cálculos más optimistas, llevó a adoptar una serie de medidas para evitar caer en el mismo error.
Con el paso de los años, podemos decir que la situación es distinta. El contexto internacional es mucho más estable y menos violento. La profunda dicotomía vivida entre los totalitarismos y las democracias liberales quedó sepultada con el Muro de Berlín. Y la comunidad internacional cuenta ahora con herramientas sólidas para resolver conflictos diplomáticos que, en otras ocasiones, podrían haber provocado guerras.
Pero, en un mundo con constantes cambios, hay dos retos que no podemos pasar por alto. Primero, el auge de los movimientos antiglobalización encarnados en los populismos. Segundo, el cambio del eje de la política internacional, en el que ganan mucho peso otras regiones como Asia y el mundo árabe.
Estos gérmenes, aunque parezcan débiles, representan problemas sobre los que deberíamos poner el foco. Sobre todo, para que no se reproduzcan y repitamos errores que ya cometimos en el pasado. Errores que, con los relevos generacionales y crisis de toda índole, estamos olvidando. Vamos a analizar estos dos factores con más detalle:
1 El auge del populismo antiglobalizador
El período de entreguerras vino caracterizado por la firma del armisticio que puso fin a la I Guerra Mundial. La rúbrica del Tratado de Versalles se producía tras la muerte de 1 millón de personas y con cambios impuestos en el mapa internacional.
En este contexto se crea la Sociedad de Naciones. Esta última plataforma, antecesora de la ONU, se vislumbró como un auténtico fracaso. Su nula influencia a la hora de gestionar el armisticio (que nunca fue paz), permitió que los vencedores ejercieran una actitud revanchista hacia Alemania, creando un caldo de cultivo de consecuencias devastadoras.
¿Qué factores se unieron en aquellos movimientos? En definitiva, podríamos señalar la combinación de un exacerbado nacionalismo por parte de los vencedores (que luego replicarán los vencidos) y la debilidad de la comunidad internacional, incapaz de mediar de manera efectiva.
Si nos remontamos a la actualidad, nos encontramos nuevamente con estos gérmenes representadosen la lepenización de la política que viven Italia, Brasil, Estados Unidos o Alemania (donde incluso los socialdemócratas han llegado a protagonizar ciertos tics xenófobos).
Y de aquel virus, llegan los síntomas. Bolsonaro, por ejemplo, pidiendo la salida del principal país iberoamericano de la ONU mientras azuza el odio hacia los inmigrantes venezolanos y la comunidad indígena (la solución del conflicto colombiano o el desarrollo de economías como Perú dependen de la estabilidad regional). Donald Trump apostando por romper la OTAN. Mateo Salvini intentando dinamitar la Unión Europea. Londres forzando leyes para cerrar sus fronteras. Y, así un largo etcétera.
¿A dónde nos lleva todo esto? A la ruptura de un marco de convivencia internacional que ha garantizado un clima de cierta estabilidad, incluso, durante la Guerra Fría. Y al auge del sentimiento patriota frente a la razón política que fue tan fundamental en el auge de los fascismos.
Estas circunstancias, sin duda, no suponen la causa directa de un enfrentamiento internacional, pero no podemos olvidar los conflictos que están surgiendo en el este de Ucrania o las continuas disputas entre Moscú y las principales potencias europeas.
2 El cambio del eje geopolítico
Esta debilidad de la comunidad internacional y el auge de los nacionalismos, se unen a una circunstancia que cuenta con menor experiencia a lo largo de la historia: el cambio del eje geopolítico hacia Oriente.
Una de las mayores preocupaciones se vive en el polvorín de Oriente Próximo, donde nos jugamos más de lo que se podria pensar. La guerra fría religiosa que se vive entre Arabia Saudí (musulmanes sunníes) e Irán (musulmanes chiíes) tiene muchas implicaciones internacionales. A la postre, cada victoria que vive Irán (que se enfrenta en Yemen apoyando a los hutíes o en Siria con Bashar al Assad), es un punto para Rusia, que garantiza influencia en el Mediterráneo y el control del Golfo de Adén.
La mayoría de potencias occidentales no son ajenas a esta circunstancia. La política internacional hace 'extraños compañeros de cama' y esto se está materializando en un acuerdo velado entre Arabia Saudí e Israel para fortalecer la intervención de Riad en Yemen con la complicidad de Reino Unido, tal y como denunciaba el pasado 10 de agosto el periodista Owen Jones en The Guardian.
Pero aún hay más. Algunas potencias como China están haciendo auténticas maniobras de colonización en el continente africano a través de grandes inversiones económicas con el fin de ganar peso internacional. Y Rusia tiene un especial afán en recuperar su influencia en sus añorados estados satélites, muchos de ellos ya integrados en la UE .
Tampoco falta, volviendo al mundo árabe, la rebelión contra el acuerdo de Sykes-Picot firmado en 1916. Aquel tratado descolonizador impuso una serie de fronteras ficticias en lo que ahora se consideran países como Siria o Irak. Una batalla que protagonizó el Baath árabe de Al Assad o Gadafi en la segunda mitad del siglo XX y del que ahora se está apropiando el extremismo islámico.
A pesar de los retrocesos en las fronteras del autodenominado Califato, no podemos olvidar el campo de entrenamiento del que disfrutan los terroristas en el feudo del Daesh. Y que el 11-S fue calificado desde la administración norteamericana como un 'acto de guerra' con más de 3.000 muertos.
¿Hacia dónde vamos? Nadie lo sabe, pero el paraguas de estabilidad que proporciona una comunidad internacional fuerte y el dique frente al sinsentido de los nacionalismos han demostrado erigirse como la mejor vacuna frente a una catástrofe mayúscula. Quizás sea necesario conservarlo.