1 de abril de 1939, Madrid cae en manos del ejército sublevado. Los afines al bando republicano huyen de la capital camino al exilio, medio millón de personas corren con lo puesto. Otros se quedan, sabiéndose inocentes y confiados en la justicia que dice traer la "Nueva España".
La prensa española se hace eco de la victoria: "¡Franco, caudillo victorioso!", titulan infinidad de diarios. Los nacionales pasean por la capital entonando el 'Cara al Sol', las monjas salen del confinamiento y saludan brazo en alto, en las calles se vive expectación. Pero poco le dura la paz a uno de los bandos.
Los nacionales emprenden una auténtica caza de brujas amparada en la Ley de Responsabilidades Políticas, por la que serían condenados aquellos que "contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden" y aquellos que se opusieran a partir del día del alzamiento "al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave".
Y comenzó una larga y dura represión. Algunos historiadores han fijado cifras que estiman 270.000 presos políticos, 50.000 ejecuciones y 4.000 muertos en las cárceles, con un número significativo de niños.
Trece mujeres, trece rosas
Trece mujeres, siete de ellas menores en una España donde la mayoría se alcanzaba a los 21 años, fueron fusiladas el 5 de agosto de 1939 en la tapia del Este de Madrid.
Un Consejo de Guerra determinó que eran partícipes en acciones criminales contra el Movimiento. Las pruebas de la acusación remitían a su vinculación con organizaciones prorrepublicanas, tres militantes del Partido Comunista y siete afiliadas a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). Pero lo cierto es que murieron inocentes, sin mayor delito que la defensa de su ideología.
Luisa Rodríguez de Lafuente, dieciocho años en el momento de la ejecución. Sastra y Militante de las JSU, nunca ocupó ningún cargo en la organización. Compartían su edad Victoria Muñoz, del sector de Chamartín de las JSU y Virtudes González, afiliada junto a su novio en las JSU y miembro del Comité Provincial.
Con 19 años, Adelina García, afiliada en las JSU, repartía la correspondencia entre las presas durante su estancia en la cárcel y Julia Conesa, costurera y afiliada a las JSU, quien trabajó de cobradora en los tranvías de la capital durante la contienda.
Carmen Barrero, fusilada a los veinte años. Modista. Elaboró un plan femenino de inserción laboral durante su militancia en el PCE. Con su misma edad murieron: Elena Gil, militante del JSU de Chamartín de la Rosa y Dionisia Manzanero quien decidió afiliarse al Partido Comunista después de que un obús matara a su hermana pequeña junto a un grupo de niños.
Las seis jóvenes restantes eran mayores de edad. Ana López, de 21 años, secretaria femenina de las JSU de Chamartín; Joaquina López, de 23 años, secretaria femenina del Comité Provincial clandestino de las JSU y sustento de una familia de cinco huérfanos; Martina Barroso, de 24 años, militante de las JSU y modista para el taller de la unión, sirvió como voluntaria en un comedor social durante la guerra; Pilar Bueno, fallecida a los 27 años, era militante del PCE y voluntaria en una casa de acogida de huérfanos durante la guerra.
La última de ellas, Blanca Brisac, ferviente católica, se aferró a su fe hasta el último momento. Fue asesinada a los 29 años, el mismo día que su marido. Ambos, músicos de profesión, dejaron a un niño huérfano con once años.
Castigadas por sus ideas
El 3 de agosto de 1939 se dictó para las trece la pena de muerte. La sentencia reflejaba: "Resultando probado que los procesados, miembros de las JSU y del Partido Comunista (...) considerando que la actuación de los procesados es reveladora de su plena identificación con las doctrinas marxistas (...) su intención de solidaridad con la causa roja (...) como autores de un delito de adhesión a la rebelión previsto y penado (...) fallamos que debemos condenar y condenamos a cada uno de los procesados a pena de muerte".
Todas ellas escribieron peticiones de indulto alabando a la "Nueva España del Generalísimo", pero las cartas no llegaron a su destino. Al día siguiente, la directora de la cárcel de Ventas, donde se encontraban recluidas, las hizo llamar a confesión. Sabiendo que había llegado su hora, hicieron lo propio y escribieron cartas a sus familiares apelando a su inocencia. Ellas, destacan las palabras de una de ellas, Julia Conesa:
Me matan inocente, pero muero como debe morir una inocente (...) muero por persona honrada (...) que mi nombre no se borre de la historia
Las Trece Rosas fueron ajusticiadas como muestra de poder y castigo ante una acción criminal que se saldó con tres muertos a manos de las Juventudes un día antes. Las trece, inocentes, libres de armas y con las manos limpias de sangre, fueron víctimas de una de las numerosas condenas azarosas que coparon las fosas comunes durante la posguerra española.
Si bien es imposible recordar los nombres de los miles de represaliados, las palabras y la historia de estas trece mujeres sirven para honrar cada una de las memorias de las víctimas de la represión franquista.