El Estado no puede garantizar que sus más altos dignatarios, en el ejercicio de la esfera privada de su vida, se comporten de forma ejemplar y conforme a los criterios éticos aceptados por una sociedad moderna y democrática. Vaya por delante mi respeto a la presunción de inocencia, a las instrucciones y procesos judiciales y al derecho al honor del que todos debemos gozar hasta que se demuestre lo contrario.
Don Juan Carlos de Borbón, Jefe de Estado durante 39 años y hoy rey emérito, está en la cuerda floja en la que nunca creyó -ni el pueblo tampoco- se iba a ver. Sus años de reinado y su encomiable tarea al frente del Estado empieza a verse empequeñecer por comportamientos personales que no estuvieron a la altura del cargo que desempeñaba.
La decadencia del rey campechano comenzó cuando sus cacerías en Botswana se hicieron públicas, documentos gráficos de por medio, y eso le costó pasar por el quirófano a raíz de la rotura de cadera que sufrió. Días después, al abandonar la clínica donde fue intervenido, con gesto serio y titubeante, pidió perdón y aseguró que nunca más volvería a pasar. Estábamos ante un momento inédito, Su majestad se mostraba inseguro y abatido, bien por su error, bien por tener que claudicar ante una opinión pública que por primera vez en mucho años no secundaba sus actos.
Como suele pasar, para desmadejar un ovillo tan solo hay que encontrar el inicio, y así fue. Los escándalos personales de don Juan Carlos solo irían aumentando con el paso del tiempo, desde Corinna Larsen y las supuestas infidelidades, hasta su papel en el caso Nóos que, si bien fue indirecto, no pasaba por alto saber que el marido de la hija del monarca iba a ser juzgado y posteriormente condenado. Todo esto era, como diría Márquez, la crónica de una muerte anunciada.
Su reinado no daba más de sí, por lo que, aconsejado en aquellos momentos por el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, entre otros, decidió abdicar la corona en su hijo Felipe; movimiento este que, en principio, garantizaba la permanencia de la Corona.
Felipe VI tuvo que tomar muchas decisiones difíciles y amargas para él y su familia, pero lo hizo con determinación y acierto, sabiendo que el sacrificio tenía su justificación en la salvaguarda de un bien muy superior. Apartó a su hermana y cuñado, decidió retirar la representación institucional a su padre, el rey emérito, pero no a su madre, doña Sofía, modernizó la Casa real, tanto en el fondo como en las formas, y empezó a dar relevancia a sus hijas, la princesa de Asturias y la infanta Sofía. Ardua tarea para un rey que no lo ha tenido nada fácil desde que accedió al trono, pues ha tenido que lidiar con situaciones que nunca antes se habían dado en democracia y, además, con una tremenda crisis de reputación de la institución que representa.
Las últimas publicaciones sobre don Juan Carlos, que sitúan su fortuna personal en paraísos fiscales y con procedencia opaca, ha sido el último, pero probablemente el más importante, disgusto que ha dado el padre al hijo, pues no había peor momento para esto. Nada, ni tan siquiera su servicio a España en los difíciles años de la Transición, justifican estos comportamientos.
Ejemplaridad y transparencia
Una vez pase la grave crisis de emergencia nacional que atravesamos a causa del coronavirus, será oportuno debatir sobre la conveniencia de una Comisión de Investigación en el Congreso de los Diputados y de dirimir, por la ejemplaridad en la jefatura del estado, todas las responsabilidades. Estamos ante en ocaso del rey que trajo la democracia a España, del motor del cambio más importante que nuestro país ha sufrido en los dos últimos siglos. Por aquella heroica hazaña, toda nuestra gratitud; por su posible entramado ilícito, toda nuestra condena.
España, hoy más que nunca, necesita ejemplaridad y transparencia en el ejercicio de lo público, empezando, por supuesto, por el Jefe del Estado. Si el rey emérito quiere dejar de perjudicar a su hijo y la institución que representa, que colabore para esclarecer lo sucedido y ponga, como otros muchos hicieron, tierra de por medio. Así no solo estará salvando la corona, también la dignidad de un Estado que hace un tiempo, no muy lejano, él mismo representó.