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Caso Juana Rivas: las consecuencias psicológicas de que tu padre sea un maltratador

La Fiscalía de Cagliari (Italia) acaba de procesar a Francesco Arcuri, acusado de maltratar a sus hijos.

Caso Juana Rivas: las consecuencias psicológicas de que tu padre sea un maltratador

El caso de Juana Rivas, la madre acusada de secuestrar a sus hijos por no querer devolvérselos al padre, condenado por lesiones en 2009, ha vuelto a ocupar titulares tras la reciente decisión de la Fiscalía de Cagliari, en Italia, de procesar a su expareja, Francesco Arcuri, por presuntos malos tratos hacia los niños, Gabriel y Daniel. Esta nueva acusación reabre un complejo entramado judicial y familiar que ha suscitado numerosas interrogantes a lo largo de los últimos años. Ahora, el hijo mayor, de 18 años, y que vive con su madre desde hace 2 en Granada, ha mandado un mensaje de auxilio solicitando a las autoridades que aparten a su hermano pequeño de la convivencia con el padre.

Años después de condenar a prisión a Juana por sustracción de menores y de otorgar la custodia a Francesco, condenado años atrás por pegar una paliza a la madre, el caso vuelve a mediatizar una pesadilla judicial que inquieta a gran parte de la sociedad española. ¿Qué consecuencias psicológicas pueden experimentar Gabriel y Daniel después de pasar años conviviendo con un padre supuestamente maltratador?¿Qué implicaciones ha podido tener la separación de la figura materna en el desarrollo emocional de los menores?¿Cómo afecta a una madre y a sus hijos un prolongado proceso judicial en situaciones de maltrato?

Estos son los antecedentes

Juana Rivas y Francesco Arcuri iniciaron su relación en 2004 en Londres, para años más tarde trasladar su convivencia a España. No fue hasta el año 2009 cuando Rivas denunció a Arcuri por violencia doméstica, resultando en una condena de tres meses de prisión para él y una orden de alejamiento de un año y tres meses. La denuncia fue promovida por el servicio médico al que asistió Juana tras recibir una paliza por parte de Francesco. Sin embargo, tiempo después y siguiendo el patrón típico de dinámicas relacionales en violencia de género, la pareja retomó su convivencia y se trasladó a Carloforte, en la isla de San Pietro, Cerdeña, donde nació su segundo hijo.

En mayo de 2016, Juana Rivas regresó a Maracena, Granada, con sus hijos, alegando maltrato continuado por parte de Arcuri. Llevaba años soportando sus agresiones físicas y verbales y logró escapar de la casa en la que convivían por una ventana. La madre aprovechó el periodo vacacional para traer a sus hijos a España y no regresar nunca más a Italia, lo que desembocó en una denuncia por parte de Francesco por sustracción de menores.

La negativa de Rivas a cumplir con la orden judicial generó una intensa cobertura mediática y una campaña de apoyo bajo el lema '#JuanaEstáEnMiCasa'. La situación llegó a tal extremo que Juana llegó a ocultarse junto a sus hijos durante semanas para evitar devolvérselos a un padre maltratador, tal y como ella denunciaba. Sin embargo, la presión mediática y judicial hizo que, en agosto de 2016, se entregase a la policía mientras Arcuri volvía de regreso a Italia con sus hijos: un juzgado de Granada ordenó la "inmediata restitución" de los menores a Italia.

Un año más tarde, en julio de 2018, Juana Rivas fue condenada a cinco años de prisión por sustracción de menores y a seis años de pérdida de la patria potestad, pero en 2021, el Tribunal Supremo redujo la pena a dos años y medio de prisión, y posteriormente, el Gobierno español le concedió un indulto parcial, promovido por la entonces Ministra de Igualdad, Irene Montero.

Desde entonces, los hijos de Juana y Francesco han vivido junto al padre en Italia mientras que Rivas ha cumplido un estricto régimen de visitas. Durante estas visitas, la madre ha sido testigo

de cómo sus hijos, Daniel y Gabriel, relataban diferentes situaciones de malos tratos por parte del padre, unos hechos que han sido reiteradamente denunciados por Juana y que, a pesar de sus intentos, no han provocado respuesta ninguna en los juzgados italianos... Hasta ahora.

¿Cómo es vivir con un padre maltratador?

Pocas experiencias resultan tan devastadoras como crecer bajo la sombra de un progenitor maltratador. La violencia no solo hiere físicamente, sino que tiene repercusiones en las fibras más íntimas de las personas, moldeando percepciones, emociones y comportamientos de maneras que la sociedad prefiere ignorar.

Ansiedad, depresión, estrés postraumático, dificultades en el aprendizaje, problemas de conducta... Este cóctel molotov de consecuencias psicológicas de vivir en un escenario hostil como en el que han tenido que vivir los hijos de Juana Rivas es bien conocido por cualquier profesional de la psicología y el trabajo social. Pero no es este el único camino, el único sendero que un menor maltratado recorre después de exponerse a la violencia de su padre.

La infancia es una etapa de desarrollo en la que las personas vamos adquiriendo habilidades y codificando las reglas que rigen el mundo. Por eso, la violencia sumerge a los niños en un estado perpetuo de alerta, donde el miedo y la inseguridad van marcando sus pasos. La incertidumbre sobre cuándo ocurrirá el próximo estallido de violencia crea un ambiente hostil que impide el desarrollo de una sensación de seguridad esencial para el crecimiento saludable. Esta hipervigilancia empieza siendo una respuesta adaptativa al principio, pero termina erosionando su bienestar emocional, lo que puede conducir a experimentar problemas psicológicos como la ansiedad o la depresión.

En la mente de un niño, el mundo gira en torno a sí mismo; por ello, cuando presencia o sufre violencia, es común que internalice diferentes emociones desagradables, como por ejemplo la culpa, creyendo erróneamente que sus acciones provocaron el maltrato. Este autoengaño destructivo puede herir su autoestima, instaurando una narrativa interna de indignidad y autodesprecio que puede acompañarle hasta la adultez y más allá si no se trabaja terapéuticamente. La constante desvalorización y culpabilización, ya sea directa o indirecta, refuerza esta percepción negativa de sí mismos y se normalizan conductas violentas como herramienta válida para, por ejemplo, resolver un conflicto.

Esta idea suele llevar a pensar en niños traumatizados, adultos disfuncionales y ciclos de abuso que se perpetúan. Pero, en realidad, si profundizamos en las complejidades de estas dinámicas, podemos encontrar matices que nos obligan a confrontar verdades incómodas.

La presencia de un padre maltratador en el hogar no solo infunde miedo y dolor; también distorsiona la percepción de realidad de las víctimas. Estos niños aprenden, desde una edad temprana, que el amor y la violencia están entrelazados, que la autoridad se ejerce a través del dominio y que la sumisión es sinónimo de supervivencia. Es cierto: internalizar la violencia como norma puede llevar a una peligrosa aceptación de relaciones abusivas en la vida adulta, y es esta integración la que perpetúa, a veces, un ciclo de victimización y de agresión. Pero no siempre.

Aun en medio de este caos, es posible romper estos patrones. Por supuesto que hay personas que, aun habiendo crecido en entornos abusivos, crecen con una determinación férrea de no repetir la historia. Pero esta resiliencia no nace en el vacío, no siempre es naturalmente genuina, sino que, en muchas ocasiones, necesitará de intervenciones externas, de construir una buena red de apoyo y de mejorar la exposición al trauma. En procesos judiciales prolongados y mediatizados como este, esa misma exposición puede retraumatizar a las víctimas, y especialmente a los menores. Cada interrogatorio, cada declaración, cada audiencia, cada titular revive el trauma y dificulta que cicatricemos las heridas emocionales.

En el caso de Gabriel y Daniel, los hijos de Juana Rivas que hoy gritan auxilio, estas consecuencias pueden haberse visto exacerbadas por las circunstancias particulares que han experimentado: la separación de su madre, su encarcelamiento, el traslado entre países, la exposición mediática del caso y, sobre todo, convivir con un padre condenado por maltrato. Sin olvidar la figura materna, que se ha convertido en un referente erosionado por su lucha enfrentándose a multitud de denuncias, diferentes condenas y, principalmente, el cuestionamiento de toda una sociedad, de los medios de comunicación y de un sistema judicial ineficaz.

La necesidad de reparación

Las heridas de la infancia, esas que se recrudecen en la intimidad de las familias, no desaparecen con el paso del tiempo; se transforman en ecos que resuenan en la identidad, los afectos y las elecciones futuras. Los hijos de Juana Rivas, como tantos otros niños atrapados en el epicentro de la violencia machista y el desarraigo judicial, sufren pérdidas irreparables: una infancia erosionada por el miedo, la fragmentación de sus vínculos primarios y una visión distorsionada de lo que deberían ser el amor y la seguridad. Estas pérdidas no son solo la consecuencia de la violencia de un progenitor, sino también del engranaje judicial y mediático que los colocó en el centro de una batalla que nunca pidieron librar.

Ya no es posible retroceder para rescatar los años perdidos, por eso, la reparación debe ser el horizonte hacia el que se dirijan todos los esfuerzos. Ese sistema, judicial y mediático, cómplice involuntario en la perpetuación de este daño, tienen la responsabilidad de asumir un enfoque restaurativo. Esto implica priorizar el bienestar de los niños en cada decisión, proteger su intimidad de la exposición mediática y garantizarles acceso a espacios de escucha y cuidado emocional. Que su voz sea tomada en serio desde el principio, ya que si así fuera, Daniel y Gabriel no habrían llegado a este punto de no retorno. La reparación del daño emocional no puede ser una opción, es, más bien, una deuda ética.

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