Kabul, más concretamente el Mercado de los Pájaros, repleto de tiendas que ofrecen todo tipo de mercancías, supone prácticamente un regreso al pasado, a un lugar donde las cosas no han cambiado prácticamente nada en los últimos años. En las calles de este mercado, se puede comprar prácticamente cualquier cosa mientras se tenga dinero para pagar. Hasta niñas.
Según cuenta este reportaje de El Mundo, en que un periodista se adentró en el oscuro mundo de la compra-venta de esposas en Afganistán, la ciudad está repleta de "intermediarios", una forma suave de llamar a los vendedores de mujeres, que pueden conseguir "buenas esposas" a los hombres que así lo quieran.
Una vez establecida la relación con el intermediario, se queda con él para discutir las condiciones de la compra de la esposa (o facilitación, como prefieren llamarlo), en la que el vendedor ofrece una cónyuge "joven pero lo suficientemente madura para ser una esposa prolífica". En este antiguo mercado cualquier hombre con dinero puede puede encargar una esposa ya sea para sí mismo o para algún familiar.
En pleno mercado también se pueden encontrar cafés y restaurantes, rodeados de tiendas donde se venden desde especias hasta animales, lugares donde gente de todo el país se reúne para hacer intercambios y vender productos tomando el té del lugar. Es en esos rincones donde se negocia el precio de una dote, o por decirlo claramente, de una chica, es también donde acuden aquellos padres desesperados por conseguir algo de dinero vendiendo a sus hijas.
El precio de una niña-esposa
En la reunión con el intermediario, Akbar, que en el caso del reportaje tuvo lugar en un pequeño restaurante escondido entre las callejuelas del mercado, él habla del matrimonio infantil como si en su país no fuera ilegal, algo que es, aunque está tan normalizado que tratar este tema no sorprende para nada:
Esta es mi cultura, yo no hago nada que no se haya hecho durante cientos, incluso miles de años. Desde antes del Profeta, Dios lo tenga en su gloria. La mujer debe formar una familia, yo las ayudo a encontrar un marido
Según cuenta, él ni secuestra ni obliga a nadie a darle a sus hijas: "Lo que hago es poner en contacto a las familias que han decidido casarlas con hombres que necesitan una mujer". A pesar de que sabe que muchas de las familias que deciden casar a sus hijas lo hacen por desesperación, por la necesidad de conseguir algo de dinero, su trabajo no parece provocarle ningún tipo de remordimiento ni incomodidad.
En cuanto al precio que tienen las niñas en la capital, la cifra asciende a 150 Afganis, que vendrían a ser la mísera suma de 2 euros, esto para la familia porque él, por su intermediación y por la dote, cobra 10.000 Afganis, unos 123 euros. Una vez aclarado el precio, el comerciante necesita saber las preferencias del cliente: edad, origen y si quiere que su esposa sepa o no escribir. Según comenta, en Kabul lo más fácil es encontrar chicas de unos 15 años, obedientes y preparadas, aunque si vienen de las provincias pueden ser más jóvenes.
Imágenes de las víctimas
El intermediario cuenta en su teléfono móvil con imágenes de chicas que ha "facilitado", para que los compradores se hagan una idea. Todas ellas parecen menores de edad y de etnia pastún, la más numerosa del lugar y que más desplazados por el conflicto tiene. Akbar asegura que "ahora todas ellas tienen una vida mejor", además dice que conoce a "varias mujeres que han venido desde Helmand debido a la guerra, cuyas familias están dispuestas a discutir los términos de un encuentro".
Esta guerra ha supuesto que muchas familias hayan tenido que dejar sus hogares para vivir como pueden en el campo de desplazados, y cuya situación hace que tengan que vender a sus hijas para sobrevivir, puesto que el dinero que reciben les puede permitir alimentarse durante meses.
Supuestamente, en 2007 se estableció una estrategia para acabar con el matrimonio infantil, algo que se quedó en papel mojado puesto que al Gobierno no le interesa implementarlo. De momento, las niñas son vendidas a diario, víctimas de una comunidad internacional que a pesar de estar invirtiendo en su bienestar, no exige al Gobierno que aplique aquello que ha firmado.