"Agradeceré que busquen siempre las cosas que les unen y dialoguen con serenidad y espíritu de justicia sobre aquellas que les separan". Esta memorable frase de Adolfo Suárez, pronunciada en los albores de la Transición, bien resume los valores que permitieron construir una democracia en la que cabía desde el Partido Comunista hasta Fuerza Nueva sin que la caída del régimen -vía harakiri- desembocase en una afrenta militar con miles de muertos.
La denostada Transición también permitiría hacer comparaciones con la mitificada desnazificación alemana, aquella en la que se permitió la supervivencia de destacadas figuras del régimen como Hans Globke, un jurista nazi que participó en la redacción de las leyes que desembocaron en el Holocausto y quien posteriormente fue invitado en la Alemania Democrática a participar en la construcción del nuevo Estado, para poner en marcha el Verfassungsschutz, la nueva policía política de la RFA, los futuros servicios secretos del BND. Su caso no es único (son conocidos los vínculos de algunos miembros de la CDU con algún que otro dirigente del régimen).
Dejando de lado estas comparaciones, lo cierto es que el revisionismo al que se ha sometido todo el proceso de la Transición ha contribuido, junto al contexto político actual, a un clima de polarización creciente. Cualquier tipo de concesión hacia el que piensa diferente se ve como una debilidad y no como lo que facilita el marco de convivencia básico en una democracia. "Comunismo o libertad", dicen unos. "Al fascismo no se le discute, se le combate", lanzan otros. El clima dialéctico, en ciertos puntos agitado por la semántica que agitan redes sociales como Twitter, en ocasiones llega a alcanzar tintes prebélicos. Como bien dijo Joe Biden en su elección, es necesario que la política vuelva a ser en cierta medida aburrida, después de pasar demasiados sobresaltos tras la era Trump.
Ese proceso de deterioro en la conversación que alcanza niveles de representación institucional se puede comprobar con dos escenas protagonizadas por dos lideresas que, realmente, han compartido una apuesta más fuerte por el personalismo y la polarización en nuestra política, aunque cada una dentro de su propio contexto.
La primera es Esperanza Aguirre, como presidenta en 2009. En la sesión plenaria del 17 de diciembre de aquel año, la líder de Izquierda Unida en la región, Inés Sabanés (hoy en Más País), una de las más críticas con su gestión y con confrontaba en todos los debates, se despedía de la cámara. Sin abandonar el debate político, el decoro reinaba: "Le deseo mucha suerte en lo personal y ninguna en lo político", le decía Aguirre. "He de decirle, en todo caso, que desde la discrepancia más radical, confrontar y debatir con usted ha sido toda una experiencia", respondía Sabanés, que prometía seguir trabajando para que la líder del PP no repitiera.
La presidenta madrileña, sin embargo, no optó por el trazo grueso: "Creo que siempre ha defendido, o ha creído defender el interés general de los madrileños desde posiciones totalmente divergentes de las mías pero con la mejor intención de buscar siempre el bien de la inmensa mayoría de los madrileños".
Más de una década después, los protagonistas de la historia son Isabel Díaz Ayuso como presidenta de la Comunidad de Madrid e Íñigo Errejón. La líder del Gobierno sabe que Errejón se irá de la Asamblea para irse al Congreso. Lejos del decoro, espeta: "Es el político más sobrevalorado de España [...] Allá donde se presenta vive de los demás [...] Vive de trabajar poco y de dividir constantemente". Previamente también le había acusado de ser "el mayor traidor de la política española". Él también había recurrido a alguna ironía, como cuando calificó a la presidenta de ser una "incompetente" o de ser una persona que "se traba un poco, pero lee genial".
El fallido grupo de anticrispación
Otra de las señales que muestran este deterioro se pudo comprobar el pasado mes de enero, cuando varios diputados del Congreso (desde VOX hasta EH Bildu) organizaron un grupo llamado "Intergrupo de buenas prácticas", anticrispación
Se trataba de reuniones puntuales en las que ponían varios puntos sobre la mesa con un objetivo claro: compartir puntos de vista diferentes, escucharse, comprenderse y, sobre todo, rebajar la tensión política que existe en nuestro país.
La iniciativa partió del diputado de Unidas Podemos Roberto Uriarte. A ella se sumaron "a título personal" María Guijarro (PSOE), Fernando Gutiérrez (PP), Inés Cañizares (VOX), Joan Capdevila (ERC), Sara Giménez (Ciudadanos) y Jon Iñárritu (EH Bildu).
Os felicito el año nuevo con este video que he grabado con varios compañeros en el Congreso de distintos partidos, en el que reivindicamos que no hay nada tan bonito como saber convivir y cooperar entre personas que pensamos diferente. Por un 2011 libre de crispación! pic.twitter.com/5x9NIjrlWv
— Roberto Uriarte (@RoberUriarte) December 31, 2020
La buena sintonía en el grupo sorprendió a propios y extraños, pero todo saltó por los aires en cuanto hubo constancia de ello en las redes sociales, con un vídeo en el que exaltaban precisamente el tono alcanzado entre ellos. La primera en marcharse fue Cañizares, de VOX. Posteriormente, Gutiérrez, del PP. Ambos decían sentirse "defraudados" porque algunos diputados "no se habían ajustado a lo acordado" y que había sido "utilizado con fines políticos".
La idea sobrevuela, sin embargo, sobre si la promoción que en su día se dio a este grupo anticrispación no suponía un agujero en la estrategia política que actualmente vive de la confrontación para alimentar el voto y el interés en ella.
Aquel humilde grupo de WhatsApp, sin duda, representaba el espíritu de la cita de Suárez, cuando en los albores de la Transición llamaba a la concordia. Duró poco tiempo, justo lo que tardó en salir de la oscuridad de los teléfonos de los diputados. ¿Hasta qué punto hay interés político por mantener esta tensión constante?